Hace unos años que escribí este cuentecillo.
Hoy he querido que vea la luz.
cuentos para desperezar el alma
El viejo sastre.
Cuando se
despertó aquella fría mañana, sintió un tirón seco en la piel. Saltó
apresuradamente de la cama y se plantó ante el espejo dispuesto a observarse
detenidamente. Lo hacía a diario.
Desnudo,
ante el cristal, rememoraba en su piel algunos momentos vividos. Tenía el
cuerpo lleno de cicatrices, algunas tan recientes que aún eran muy visibles.
Bajo el
abdomen descubrió una hebra de hilo suelta. Un descosido. Otra vez. La sangre,
de un rojo intenso, dibujaba un camino en su piel hacia el suelo. Había
empleado mucho tiempo en coserse esa herida. Y lo había hecho a conciencia. A
solas. Como siempre. Esa herida era honda y profundamente dolorosa. Bordaría la
piel si era necesario. Parchearía con otra piel. Cualquier remiendo. Había que
amordazar el sufrimiento.
Enhebró una
aguja y estirando los bordes de piel empezó a coser la herida con sumo cuidado
hasta que la dejó totalmente cerrada. Una tintura aplicada suavemente con un
pincel terminaba de secar la humedad y ocultaba someramente los puntos.
De nuevo se
contempló de arriba abajo desnudo. Se acarició todas sus cicatrices y se vistió
para salir.
Anduvo un
par de manzanas y se adentró en el parque. Caminó por una vereda de árboles
grandes hasta que decidió sentarse en un banco, en un abrigado rincón.
Una mujer,
sentada en el suelo, se retiraba un guante y descubría su mano al sol. Recogió saliva
con el dedo índice y la deslizó sobre una llaga abierta que asomaba en la palma
de la mano. Una lágrima transparente trazaba un camino mejilla abajo
arrastrando el negro rímel del ojo. El dolor siempre deja rastro.
El viejo
sastre la contemplaba atento.
“Las
heridas que no se ven son las más profundas.” – musitó el viejo sastre para sí
recordando una cita que aprendió mucho tiempo atrás.
El sol calentaba generosamente. Levantó la cabeza y buscó el
calor en su rostro. Pensaba disfrutar de un buen día. Nada ni nadie se lo
impediría.Ni siquiera las heridas del alma.
lourdes vicente
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