Una buena "guiri" ha de estar dispuesta a todo.
Esta es otra de mis
historias basadas en hechos reales.
Otra historia de esas que
surgen así, sin más. Un día cualquiera. Hoy, por ejemplo.
Hoy, mientras visitaba el Blarney Castle en Irlanda, me preguntaba
de dónde provendría la palabra “guiri” que tan coloquialmente utilizamos en español
para referirnos a determinados
extranjeros cuando visitan nuestro país.
Satisfaciendo mi
curiosidad he descubierto que es un término de origen vasco (Guiristino) que
servía para designar a los partidarios –al parecer más innovadores- de la reina
Cristina durante la primera guerra carlista. Y de “guiristino” se pasó a
“guiri”, para abreviar. Fácil.
Hay que admitir que todos
somos “guiris” de vez en cuando. Basta con salir de casa. Hoy yo también he
tenido mi momento “guiri”. Uno más.
La primera sensación que
tienes de ser una “guiri” auténtica te sobreviene cuando aparcas en el parking
de un castillo y te encuentras autobuses, coches, toilets, gift shops y coffee shops por todas partes. Todo
dispuesto para que no te falte de nada. A veces, incluso, merece la pena
quedarse a tomar un café y olvidarse del resto. Y te preguntas cómo es posible
que los demás hayan llegado hasta allí si la idea era tuya.
El Blarney Castle es una
fortaleza medieval del siglo XIII. Un folleto indicaba que es “the home of the Blarney Stone”. Pues parece que hay “una piedra” que no es como las demás - he pensado yo. Como quien descubre algo de
interés.
Envuelta en un ir y venir
de “guiris” me he visto empujada a recorrer una angosta escalera de caracol, de
peldaños de piedra, en fila de uno que conducía a la azotea del castillo. Desde
allí se prometían inmejorables vistas que yo con mi vértigo sabía ya que no iba
a disfrutar. Antes al contrario. Pero una buena “guiri” ha de estar dispuesta a
todo. Y además hay que amortizar la entrada.
Cuando he llegado a la
primera azotea ya he visto que una escalera conducía a una segunda, más alta, y
he parado negándome el no-placer de subir. Así he permanecido
un rato asida con las uñas a las rocas y dejando pasar a los que venían detrás,
esperando el momento de volver a bajar por la misma escalera y salir victoriosa
de mi personal hazaña. Ha sido entonces cuando una señora mayor me ha indicado
que la escalera de bajada era otra y que se accedía desde la azotea superior
que, en ese momento, era ya mi destino inevitable.
Al subir, concentrada en
asirme a cualquier cuerda o verja que estuviera al alcance de mi mano, me he
visto de nuevo en fila transitando por un estrecho pasillo que a la derecha
ofrecía lo que yo no quería ver y a izquierda daba a un patio interior de
cierta altura. Yo bastante tenía con mirar hacia delante.
De repente, ante mí la he
visto.
La señora que caminaba
delante de mí se ha tumbado al suelo en posición de cúbito supino. Un hombre
agarraba sus carnes arrastrándola hacia el extremo en que sus hombros y cabeza
se suspendían en el vacío y ella se asía a dos tiradores de hierro anclados en
la piedra. Así hasta que se desciende la cabeza y se besa “la piedra”. Mientras,
otro hombre, encapuchado, a la izquierda, apretaba un botón y capturaba en una
instantánea la mirada de pavor de la temeraria. Después le era entregada una pegatina para recoger la foto a la entrada del
castillo abonando la nimia cantidad de 10 euros. Su amiga, mientras tanto, le
hacía una foto con su móvil, quizás la última foto de su vida. Qué amiga …
Mientras yo -asida a todo
lo que no se movía- pensaba qué necesidad había de todo aquello, el “fotógrafo”
gritaba -“next”. Yo, evidentemente,
no iba a ser la siguiente- además llevaba los labios pintados de rojo y hubiera
infectado a todo el mundo- así que, he saltado por encima de las zapatillas de
color rosa de la suicida e, intentando no vomitarle encima, he emprendido la
huida escaleras abajo.
¿Por qué no se me habrá
ocurrido a mí nunca nada así? ¡Una piedra que dota con el don de la elocuencia
a quien la besa! La gente se lo cree. O qué sé yo. Pero se hace caja. Y todo ello pese a que he leído hasta cinco leyendas
distintas del origen de “la piedra de la elocuencia”. Incluso ha dado origen al
término inglés “blarney” (labia,
adulación, lisonja). Una pena no ser tan lista. Tendré que seguir discutiendo
con mis colegas sobre” incompetencias básicas” cuando llegue el mes de
septiembre. Qué rabia.
Francamente, ha sido salir
del castillo y sentirme arrebatada por unas terribles ganas de escribir. Eso
sin besar “la piedra” de las narices. No quiero pensar qué me habría pasado de
haberlo hecho. Lo peor es que El Libro Guiness dice que besar “la piedra” es
una de las 100 cosas que hay que hacer antes de morirse. ¿Y ahora qué?
Mira que si tiene poderes
y me los he perdido...
lourdes
Irlanda, 8 de agosto de 2014
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